Sitio nuevo. Voy a ver como me sorprenden esta vez, pues no es la primera vez que lo hacen. La de sitios que desonozco.
Sábado.- Toca madrugar, pues hemos quedado pronto y tenemos casi dos horas de camino. Navalmoral, al principio pensaba que estaba en Cáceres y no, resulta que está en las mismas entrañas de la cuenca del Alberche, en Ávila, entre dos sierras, una bien conocida, que alberga los dominios de Pedro Bernardo y otra, en cuyas laderas se encuentran pueblos por mí ya conocidos como el de Mengamuñoz, pueblo que conocí hace ya dos años de la mano de Mada y Turín y del que afirmo que el que va, triunfa.
Pensaba, una sierra más del Sistema Central. Piornos, pinos, dehesas, pastos, vacas, caballos, etc. Difícil de creer, pero uno se acostumbra a tanta belleza, por lo que pienso en la agradable sensación de lo ya conocido. Pero al llegar ahí, lo que vemos son unas inmensas moles graníticas más parecidas a formaciones como los Picos de Europa que a lo que se conoce generalmente del Sistema Central. De nuevo, estoy sorprendido.
Llegamos y ahí estaban esperándonos, como siempre.
Subimos con los coches por un sinuoso puerto de montaña y según veo los aerogeneradores pienso que estamos en la cima y me pregunto qué es lo que vamos a subir. Pronto, Turín se desvía por un camino vallado, nos abre la cancela y pasamos con los coches. Este camino tiene vedado el paso de vehículos pero nos han dado un permiso para introducir tres coches.
Continuamos por el camino de tierra y seguía preguntándome por dónde íbamos a subir si parece esto un altiplano. Por fin llegamos al punto en el que debemos iniciar el camino y veo una ligera protuberancia a lo lejos. Pues será ese el objetivo. No presenta especial dificultad y presumía de un trayecto tranquilo.
Así que nos preparamos y comenzamos el camino. Nada más comenzar, nos encontramos la primera dificultad. El camino está hecho un cenagal, consecuencia de las últimas lluvias.
Superado este tramo, comienza la subida, que sin ser de especial dificultad, si tiene cierto desnivel y los piornos se encargan de complicarnos la subida. Un par de saltos de vallas después y superados el desnivel y distancia necesarias, llegamos a una pequeña ladera, el lugar del que saldríamos a volar.
Después de las indicaciones de seguridad necesarias y la descripción del entorno que sobrevolaríamos, nos preparamos teniendo cuidado de apoyar la vela en algún sitio seco, pues la humedad lo invade todo. Más que el Sistema Central, esto parece un paraje más propio de entornos alpinos centroeuropeos.
El viento, que más bien parecía una brisa, nos permite salir sin dificultad aunque nos obliga a correr un poco. Parece que el desnivel es suficiente para salir. Quien abre la veda es Turín y pronto le seguimos Román y yo. El resto va saliendo, las condiciones son buenas.
Pronto me doy cuenta del potencial de la zona, y noto como después de unos tiras y aflojas, logro subir por encima del despegue y llego a alcanzar los 2.200 metros (500 por encima del punto de despegue) y esto me permite jugar un poco con la ladera, estoy perdiendo altura y a duras penas logro mantenerme, hasta que una discreta térmica me devuelve a los 2.000 m. momento en el cual veo a Turín, muy bajo, acercándose a un promontorio rocoso metido ya en el altiplano. Pienso que ahí no me debo meter, pues Turín está peor que yo hasta que veo que sale disparado hasta los 2.800 m. Como una rapaz con ansia de altura, me acerco al mismo lugar y, efectivamente, ahí está. Me pongo a 2.900 m. y decidimos atravesar la sierra en dirección noroeste.
En la transición me abro demasiado al valle de Amblés lo que no me permite llegar más allá de Mengamuñoz. Como ya conocía la zona, me dirigí a la térmica de servicio pero ésta no estaba lo que me obliga a aterrizar en los amables campos de los alrededores. Para mí se acabó el vuelo. Pero Turín, con altura suficiente, decide cruzar el pueblo y se dirige a iniciar el camino que le llevaría directo a Villatoro.
Me dispongo a recoger cuando me comenta por radio que «se está desatando el infierno y las nubes están porfiando» por lo que decide volver a Mengamuñoz y acabar el vuelo conmigo. Cervezas y recogida ultrarrápida.
No puedo describir con palabras el magnífico vuelo que nos dimos. Rebosante como está la primavera y soberbios los paisajes que allí residen, creo que pocos vuelos pueden compararse a éste que disfrutamos casi en soledad.
El domingo, unos se van y otros vienen. El plan era el mismo que para el día anterior. Se queda pronto, se sube, atravesamos el camino y subimos por la moqueta bicolor (verde y amarilla) moteados del granítico color de las rocas que asomaban de entre la vegetación. Esta vez el viento está cruzado, por lo que tenemos que subir algo más.
Un llano pedregoso del que hay que despegar con mucho cuidado, nos obliga a ser muy finos. Al menos las condiciones de viento suave nos permiten controlar las velas a nuestro antojo o casi, y el primero en iniciar el vuelo es Claudio. Enseguida sube y el resto nos vamos animando.
Cuando me toca el turno veo que enseguida «nuestro amigo invisible» me eleva de forma agradable hasta una altura de unos 2.100 metros. Nublado, las condiciones térmicas nos tratan con benevolencia y nos permiten disfrutar del vuelo a manos libres. Saco la cámara y me hincho a hacer fotos a todo lo que veo.
Retrato el despegue, que con mi situación privilegiada soy capaz de apreciar el entorno en el que nos encontrábamos y la dificultad que supone salir de un sitio tan pedregoso. También las imponentes moles que se presentan ante mi forman parte del objetivo de mi cámara. Inmortalizo al que se me cruza por delante y el vuelo, relajado, me permite disfrutar de la inmensidad del lugar. Reflexiono sobre el paraíso que está a nuestros pies.
En un momento dado, las nubes desaparecen y esto se traduce en una actividad térmica más propia del verano. Se enchufa la batidora y esto me obliga a guardar la cámara y a pilotar. Se acabó el relax.
Decido, por tanto, que el vuelo relajado se acabó y me voy planteando la posibilidad de aterrizar, pero con mucha calma, sin prisa. Si hay térmica la aprovecho y si no para abajo tranquilamente.
Se me cruza un buitre y decido seguirle. Sin más intención que disfrutar de su compañía. Este privilegio se tiene muy pocas veces y pocas son las personas que pueden disfrutarlo. Me siento afortunado.
La rapaz, lejos de parecer asustada decide jugar conmigo y me indica el camino de las térmicas. Veo como me observa según me indica el camino. Logramos ponernos a 2.300, techo del día para mí que hasta el momento no había conseguido subir de los 2.100.
Según se acaba la ascendencia decido hacer una pequeña transición y con estupor y admiración veo que el pájaro no tiene intención de dejarme y se acerca a mí tanto que por un momento dudo de sus intenciones pacíficas. Nada más lejos de la realidad. Me muestra otra térmica y parece que disfruta conmigo.
No puedo más, y aunque las condiciones no lo aconsejaban, decido sacar la cámara y retratar a mi compañero de vuelo. Está tan cerca que no necesito ni el zoom. Queda, pues, para la posteridad retratado en una combianción mágica de bits que de forma fiel reproduce la pantalla de la cámara. Fotón.
En un momento dado, el buitre ve algo y sale en picado a por ello. Me abandona. Y es el momento de ir a aterrizar.
No hay momento más mágico y no hay momento más fiel a la integración con la naturaleza que el realizar un vuelo en perfecta armonía con una especie tan diferente a la nuestra, una comunión con el animal que nos permite creer o quizás así sea, que el uno sabe lo que piensa el otro.
El mejor regalo para despedir este magnífico fin de semana.
No se pueden resumir en pocas palabras las vivencias pero quizás, en un vago intento, se podría decir que este es un «paraíso a las puertas de casa».